1. El ingenio de Dédalo
Según
dicta la tradición, el primer laberinto fue aquel que Minos, rey de
Creta, mandó construir a Dédalo para encerrar en él al
Minotauro, de nombre Asterio o Asterión, monstruoso engendro concebido
por su esposa, Pasífe, y un toro entregado por el dios Poseidón
a la ciudad para su posterior e irrealizado sacrifico. Dicho laberinto era
una estructura arquitectónica cuya principal característica
era la inmensa complejidad de sus recorridos interiores, de manera que todos
aquellos que entraban en él no encontraban jamás la salida –entre
otros motivos, porque eran asesinados en el inerior por la bestia-. Sin embargo,
tal y como nos cuenta, el héroe ático Teseo logró no
sólo dar muerte al monstruo en el inerior de su guarida, sino que también
logró salir del Laberinto gracias a la ayuda prestada por Ariadna,
hija de Minos, quien le entregó al entrar un ovillo de hilo cuyo extremo
se hallaba atado a las puerta de acceso, y que le sirvió para deshacer
el camino andado y poder hallar así la salida –o entrada- del
Laberinto.
De todo esto, se extrae al menos una primera impresión de lo que es
un laberinto, al menos en su sentido más clásico: un lugar,
una arquitectura, llevada a cabo por un hombre de gran inteligencia –Dédalo,
considerado excelente arquitecto, escultor y autor de prodigiosos inventos-,
en el que resulta posible entrar pero del que resulta imposible salir si no
es gracias a un ingenio mayor que el del propio constructor del laberinto
–de hecho, Ariadna entrega el ovillo atado a Teseo por indicación
del propio Dédalo, con lo que la astucia de Dédalo-constructor
sólo se ve rebatida por la de Dédalo-escapista-. De hecho, esta
definición del laberinto clásico coincide casi por completo
con la primera acepción que nos da del término el diccionario
de la Real Academia de la Lengua Española: “Lugar formado artificiosamente
por calles y encrucijadas, para confundir a quien se adentre en él,
de modo que no pueda acertar con la salida.”
Si embargo, ante esta definición parcial, queda un asunto sin resolver
que, sin embargo, será de vital trascendencia más adelante.
Tal y como apuntamos, el constructor del Laberinto fue el artificioso Dédalo;
por tanto, él debía saber perfectamente cómo era el laberinto
y debía poder reproducir mentalmente la estructura interna del mismo
y explicarla a Ariadna. Sin embargo, el genio no explica a la joven enamorada
el camino que su amado debe seguir para abandornar el Laberinto; lo que Dédalo
hace es vencer a su propia astucia, la del Dédalo-constructor/creador
de complejidad, con una nueva y mayor astucia, la del Dédalo-escapista/simplificador.
Lógicamente, el consejo que Dédalo da a Ariadna es válido
por la simplicidad que implica en su uso efectivo y sobretodo porque evita
tener que desvelar la estructura interna de su creación; de hecho,
Teseo logra salir del laberinto de Dédalo sin haberlo entendido en
absoluto. Ninguna regla le ha sido desvelada, ningún secreto le ha
sido revelado, pues Teseo, el héroe, aun y habiendo vencido al Minotauro
mediante la fuerza, no vence al Laberinto mediante su astucia, sino gracias
a la obediencia que presta a los consejos de una astucia superior –o
en este caso igual- a la del creador del Laberinto.
Sin embargo, si proseguimos con la historia de Dédalo, vemos que la
situación se hace más compleja y que surgen nuevas preguntas,
algunas de ellas desconcertantes. Sabemos que Teseo dio muerte al Minotauro
en el seno de su guarida y logró salir de la misma gracias a la ayuda
de una Ariadna aconsejada por el astuto Dédalo. Dejando de lado la
suerte de la joven pareja, la reacción de Minos ante la traición
de Dédalo fue encerrarlo a él y a su hijo Ícaro en el
interior del Laberinto. Una vez dentro del artefacto, Dédalo recurre
de nuevo a su astucia para salir de él, construyendo unas alas de cera
recubiertas de plumas de ave con las que alzar el vuelo y huir del Laberinto
y de la misma isla de Creta. Ante este segundo episodio relacionado con el
Laberinto y su creador, la pregunta anteriormente apuntada se vuelve acuciante:
¿Por qué Dédalo construye unas alas para salir de su
prisión, si él mismo ha creado la estructura de la que ahora
es prisionero? La única respuesta posible en este caso es que Dédalo,
aun y siendo el artífice del Laberinto, desconoce o cuando menos no
recuerda la estructura del mismo y por tanto, sólo puede combatir a
su creación haciendo uso, de nuevo, de su astucia. De algún
modo, el Laberinto desborda a su creador a través de la imposibilidad
del mismo de retenerlo en la memoria en toda su complejidad, con lo que el
único camino que hay para enfrentarse a él es, justamente, tratando
de no recordarlo. De hecho, parece como si el único recuerdo que actuase
en la mente de Dédalo a la hora de enfrentarse al Laberinto, tanto
en la primera ocasión como en la segunda, fuese: “El laberinto
es tan complejo que no puede ser recordado como estructura, ni siquiera por
su creador; si quireres enfrentarte a él y vencerlo, deberás
ser de nuevo astuto, al menos tanto como lo fuiste a la hora de concebirlo”.
Dédalo, a diferencia de Teseo, no puede ser simplemente obediente con
su memoria como aquél lo fue con Ariadna; debe volver a ser astuto.
Y sin embargo Dédalo, como Teseo, debe conformarse con salir del laberinto
sin haberlo vencido realmente. Entonces, una especie de principio de amnésia
debe regir los actos de aquel que intenta enfrentarse al Laberinto y salir
exitoso, pues el Laberinto no es sólo una estructura compleja que impide
salir a todo aquel que se adentra en él; el Laberinto es sobretodo
una estructua que no puede ser ni reproducida ni recordada, ni siquiera por
su creador.
2. La complejidad del mundo
Hemos
visto a través del laberínto dedálico como un principio
rector del concepto que encierra el término “laberinto”
es no ya el de la complejidad extrema, sino sobretodo el de su irreproductibilidad
o irrepresentabilidad debido, justamente, a dicha complejidad enorme. Pensemos
ahora más a fondo esta imposibilidad, y tomemos como ejemplo otro laberinto
célebre dentro de nuestra tradición literaria, haciendo un salto
milenario desde el Laberinto del Minotauro para caer en el laberinto-biblioteca
que Umberto Eco nos sitúa en una lejana abadía del norte de
la Italia del siglo XIV.
El problema que afecta a este nuevo artefacto no afecta al creador del mismo,
sino a dos intrusos que pretenden entrar en él, el sagaz fray Guillermo
de Baskerville y su joven ayundante Adso de Melk, para dar con un misterio
oculto en su interior, concretamente allí donde una pista hallada indica:
“Finis Africæ”. Tras realizar un prodigioso ejercicio de
lógica deductiva y elaborar un plano de la laberíntica biblioteca
de la abadía y de la cual ya habían logrado salir previamente
haciendo uso del conocimineto, fray Guillermo y Adso se hallaron en el interior
de la biblioteca buscando sin resultado el lugar en el que se hallaba el secreto,
hasta que, de nuevo haciendo uso del conocimiento, identificaron el orden
que estructuraba no ya el laberinto arquitectónico sino el laberinto
de los libros: “Nos desplazábamos siguiendo dos frecuencias imbrincadas
que decían Iudea y Aegyptus. En suma, para no aburrir al lector con
la crónica de nuestro desciframiento, cuando más tarde completamos
todo el mapa, comprobamos que la biblioteca estaba constituida y distribuida
a imagen del orbe terráqueo”. Entonces, nos damos cuenta de un
asunto fundamental, y es que el principio de irreproductibilidad anteriormente
mencionado viene a quebrarse en el momento en que no se trata de entender
la estructura del laberinto en sí mismo, sino a través de una
lectura de lo que el laberinto representa. El orden del laberinto en sí
es incomprensible si no llevamos a cabo una “miopización”
forzada sobre el objeto para tratar de verlo como un signo, para dejar de
ver la arquitectura u ver lo que tras ella se esconde: una representación
metafórica del mundo. Evidentemente, sólo así tiene sentido
la pista que apunta hacia un lugar del laberinto: el final de África.
Sólo si la biblioteca laberíntica es una imagen del mundo, el
secreto de la misma se puede encontrar en los confines del continente negro.
A partir de este ejemplo, se pueden apuntar nuevas acepciones a la noción
que encierra el término “laberinto”: en primer lugar, que
el laberinto puede encerrar en su interior otro laberinto, pues al de los
pasillos y estancias se superpone en este caso el de los libros y su orden;
en segundo lugar, que la estructura del lugar puede llegar a ser comprendida
gracias a la astucia, pero que el sentido de su contenido sólo puede
llegar a ser desvelado mediante un conocimiento previo y común al de
aquellos que distribuyeron los libros; tercero, y el más interesante,
que la complejidad del laberinto puede ser comprendida siempre y cuando la
entendamos como representación o metáfora de una complejidad
mayor: la complejidad del mundo.
3. Tres laberintos borgianos
En
cualquier texto que refiera al problema del laberinto, parece cuando menos
inexcusable no recurrir al que probablemente sea el mayor creador de laberintos
jamás habido: Jorge Luís Borges. Así, y para concluir,
visitemos algunos de los laberintos borgianos más célebres para
comprender algunos aspectos más del concepto.
En primer lugar, veamos las peculiaridades de una estructura que podría
ser definida como laberíntica y que sin embargo destruye completamente
cualquier concepción tradicional del laberinto. Se trata del lugar
descrito en primera persona en el cuanto titulado La biblioteca de Babel:
“El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número
indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos
pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas.
Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores:
interminablemente. La distribución de las galerías es invariable.
Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados
menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario
normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca
en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda
y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite
dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa
la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán
hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir
de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a
qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que
las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede
de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay
dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente,
incesante”. La biblioteca o Universo, según se prefiera, comparte
con el laberinto algunos aspectos y se enfrenta a él en otros. Primero,
no sigue la estructura de un laberinto, no es compleja, bien al contrario:
es de una simplicidad pasmosa en su estructura modular. Segundo, comparte
con el laberinto una condición fundamental, y es que encierra en su
interior a los que entran o han entrado en ella –sea cual fuere el momento
en que esto ocurrió-, y por último, y esta es la principal contradicción,
les impide salir de allí de manera absoluta, pues no existe camino
alguno para abandonarla. Ni el ingenio ni el conocimiento permiten nada frente
a su infinita simplicidad. Así pues, este primer laberinto borgiano
responde al principio de la extrema simplicidad y simultáneamente al
de la infinitud –y tal vez por eso, como afirma Derrida respecto a otro
asunto laberíntico, el de los archivos, “al implicar lo infinito,
(...) está rozando el mal radical”-.
En segundo lugar, veamos la Ciudad de los Inmortales del cuento El inmortal,
en la que el protagonista indirecto, Marco Flaminio Rufo, narra su estancia
entre unos trogloditas a las puertas de una ciudad arcana, edificada por los
dioses, y a la cual el protagonista accede tras vencer un laberinto subterráneo:
“Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo
rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio
heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas.
Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió
lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior
a los hombres, anterior a la Tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible
de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo
de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después,
con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del
inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes
la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo
comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fábrica
de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos
y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus
peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije,
bien lo sé, con una incomprensible reprobación, que era casi
un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A
la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo
interminable, la de lo atroz, la de los complejamente insensato. Yo había
cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó
y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres;
su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada
a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura
carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable,
la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles
escaleras inversas, con los peldaños y balaustrada hacia abajo. Otras,
adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían
sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros,en la tiniebla superior
de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales;
sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo
saber ya si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o
de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan
horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro
de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún
modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá
ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas,
un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados
y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser
imágenes aproximativas”. Así, y tras un laberinto racional
vencido por la lógica y el intelecto, el incauto Teseo se enfrenta
a una nueva forma de laberinto que, esta vez, destruye cualquier posibilidad
de victoria porque destruye el intelecto mismo. La Ciudad de los Inmortales
se presenta como un laberinto irracional, tanto en su forma externa como en
su finalidad: no encierra nada y no es concebible –de nuevo, resulta
irrepresentable para las palabras y para la memoria-.
Por último, visitemos simultáneamente dos laberintos más,
los que se muestran en el cuento Los dos reyes y los dos laberintos, prestando
una especial atención al segundo laberinto –pues el primero no
se diferencia mucho del laberinto dedálico ya descrito anteriormente-:
“Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más)
que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que
congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un
laberinto tan complejo y sutil que los varones más prudentes no se
aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un
escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones
propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte
un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la
simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde
vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde.
Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no
profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él
en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría
a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó
sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con
tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus
gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello
veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo:
“¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia
me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas
y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío,
donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías
que recorrer, ni muros que te veden el paso.” Luego le desató
las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió
de hambre y de sed. La gloria sea con Aquél que no muere.” Estos
dos laberintos muestran de nuevo una contraposición entre el laberinto
clásico (dedálico) y el laberinto irracional, pero no ya en
su forma o en su contenido, sino en un aspecto más interesante: en
su mecanismo. El desierto como laberinto funciona violando una dinámica
fundamental en el que se enfrenta a un laberinto, y es la elección.
Todo laberinto clásico contiene bifurcaciones que obligan a elegir
uno u otro camino hacia en la búsqueda de la salida –o del centro-
del mismo; sin embargo, en el desierto, la propia dinámica de elección
se ve impedida por la estructura del propio desierto, que no tiene bifurcación
alguna o que, si se prefiere, tiene todas las bifurcaciones posibles en cualquier
punto. Por tanto, el desierto es el laberinto más simple de todos –no
hay errores posibles- y por ello, el más complejo –sea cual sea
la elección, todos los “caminos” conducen a la ruina-.
4. Salida o entrada
Para concluir este rápido transcurso a través de algunos laberintos célebres, un apunte final. Primero, no existe posibilidad alguna de definir concreta y definitivamente qué es un laberinto; probablemente, porque el hacerlo supondría el romper con el misterio que necesariamente implica la existencia de cualquiera de ellos. Segundo, todo laberinto implica un desafío, sea al ingenio, al conocimineto o a la razón en sí. Y tercero, si lo anteriormente dicho es cierto, ello es porque todo laberinto es una metáfora parcial de la complejidad del mundo y la vida, de su innumerable variabilidad, de sus infinitas posibilidades y del angustioso camino que necesariamente hemos de recorrer para hallar, aunque sea sólo al final y sin haberlo comprendido del todo, una salida.
Álex Bauzá Bardelli, enero de 2004
Vilanova
enero 2004 Maï T Segura
Sobre
laberintos y otras cosas
Álex Bauzá
La
intención del presente artículo no es penetrar en la complejidad
que encierra un término tan antiguo y extraño como “laberinto”
para descubrir sus mecanismos más secretos ni sus implicaciones más
profundas; para cumplir con tales espectativas sería necesario o un
Teseo más hábil y valiente que el autor de estas líneas,
o bien un Asterión menos cruel y feroz que aquél al que nos
vamos a enfrentar.
De lo que aquí se trata es de realizar una aproximación a aquello
que se esconde en un concepto que, a pesar de su omnipresencia en todos los
niveles y registros de la cultura, no responde ni a una realidad concreta
–ni siquiera a una ficción de la realidad concreta-, ni mucho
menos a una realidad inmutable. De hecho, y este es el hilo que debe guiar
la lectura de estas líneas, lo que encierra en sus entrañas
el laberinto es una noción tan dispersa y confusa como lo son los caminos
que se discurren a través de todos y cada uno de los laberintos que
jamás fueron dichos o pensados. A partir de aquí, a sus puertas
y sin la esperanza de llegar a abarcarlo, iniciemos nuestro andar a través
del laberinto.
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